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miércoles, 30 de marzo de 2011

El viejo Simón de aquel solar.

Pese a que muchos de los que allí vivían se empeñaban en darle categoría de edificio, siempre fue un solar de vecindario como cualquier otro que se respetara de los barrios habaneros mas céntricos de la capital; El nuestro, ubicado en el numero quinientos seis de la calzada de Monte del municipio Centro Habana, frontera entre los barrios Los Sitios y Jesús María, tenía dos pisos, nueve cuartos en el primer piso y diez en el segundo, baños colectivos, lavaderos de uso común, patio y azotea para tender la ropa de todos los vecinos y un encargado llamado Pancho, un loco recogedor de cartones llamado Roberto y un policía llamado Agustín, la diferencia que distinguía a nuestro solar es que a el se accede por una puerta de madera tallada de color marrón, subiendo una empinada escalera compuesta por treinta y ocho peldaños de mármol blanco, con su respectivo descanso y dos largos pasamanos de caoba muy lustrosa , razones por las que tal vez nuestros vecinos no se consideraran habitantes de un solar sino vecinos de un modesto edificio de apartamentos, si es que aquellos podían ser nombrados como tales.

Cuando llegas al ultimo escalón, falto de respiración después de el semejante esfuerzo físico que conlleva a subir treinta y ocho espaciosos escalones, de esos donde te caben el pie completo y aun te sobra un pequeño espacio por detrás del zapato, siempre que estés en la media de los normales que usamos hasta una talla cuarenta y dos que en Cuba viene siendo el siete y medio, allí a esa altura se abre un espacioso patio al aire libre, con unas claraboyas de grueso cristal verde que dan luz a la mueblería “ La Moderna” ubicada en los bajos de nuestro inmueble. Y justo a la derecha se ubica un pequeño viejo y destartalado vertedero, que en el argot popular no es más que un lavadero con su pila de agua y su poceta de cemento, donde los vecinos le daban diferentes usos, pero al que mejor le venía era a Simón el ilustre pescadero y decimista vecino del apartamento C, pues utilizaba aquel fregadero, vertedero o lavadero, como su lugar predilecto para afeitarse.

Todas las mañanas cuando me iba a la escuela lo encontraba navaja de afeitar en mano, su cara enjabonada hasta nada mas dejar sus pequeños ojos visibles y tarareando alguna décima, allí tenía también ubicado el cargador para las pilas del aparato que le ayudaba a sobrellevar su sordera crónica y allí a la altura de su cabeza una jaulita con su sinsonte “Clavelito” que trinaba de lo lindo en las mañanas, alegrando las afeitadas de nuestro buen Simón.

Simón era un viejo verde, siempre le gustaron las muchachas jóvenes y mas las mulatas, eso si, siempre fue muy respetuoso con todos sus vecinos, que lo querían y también le respetaban. El mote de “Simón el pescadero” se le quedó, porque tuvo un puesto de vender pescado fresco en el mercado de la calle Monte y Arroyo y la categoría de decimista porque cantaba en los guateques improvisando versos y respondiendo a rivales.

De viernes a Domingo por las tardes después del baño, vestía de guayabera blanca, y muy perfumado bajaba las escaleras mientras canturreaba alguna tonada campesina. Por aquellos tiempos como muchacho al fin yo prefería sentarme en el ultimo escalón mirando hacia la puerta de la calle, antes de estar encerrado en mi casa, junto a otros de los muchachos que convivían en aquel edificio o solar y aclaro lo de solar porque un inmueble con patio para tender en común, lavaderos y baños colectivos, no puede ser mas que un solar pá arriba, como decía mi hermana pequeña cuando le preguntaban donde vivía. Pues bien allí me sentaba aquellas tardes y era como algo sincronizado, no hacia más que poner el fondillo en aquel frío mármol que conformaba el ultimo escalón y ya se abría la puerta de la casa de Simón de donde salía acompañado de Toña su mujer quien venía hasta la baranda a despedirlo. Después del beso de rutina y las preguntas y respuestas habituales. ¿llevas los espejuelos? Si, ¿llevas la cartera? Si, ¿llevas pañuelo? Si, ¿llevas menudo para la guagua? ¡Si vieja, lo llevo todo!. Y así daba por terminada la ronda de preguntas.

 Ponía el pie en el escalón disponiéndose a bajar y se viraba hacía mi diciéndome una frase que usaba “el encargado” un personaje del popular programa radial “Alegrías de sobremesa”,“tu eres Rufino del Pino y Saigagoitia, el hijo de Pichilingo y Puchucha, pero las chachas te dicen: y aquí venía la frase del día, la sacaba del programa que se emitía a las ocho de la noche anterior, o sea que siempre escuchaba algo diferente, que bien podía ser: “fosforito, flaquito y cabezón, pero cuando te frotan te enciendes” o aquella de: Macao, prietecito y pegajoso. Lo que yo escuchaba cada día eran verdaderas ocurrencias y tal ves alguna sería hasta de su propia cosecha, porque muy atento me ponía a oír el programa que se retransmitía a las doce del mediodía y muchas veces no coincidía con la frase del día.

Así fue durante varios años, desde mil novecientos sesenta y cinco que se comenzó a emitir el programa radial por la emisora Radio Progreso, la responsabilidad del guión humorístico a lo largo de trenita y nueve años ha estado siempre a cargo de Alberto Luberta, a quien yo culpaba en mi niñez y adolescencia de que Simón me endilgara aquellas comparaciones que según el me caracterizaban muy bien.

El personaje del encargado del programa “Alegrías de sobremesa” desapareció cuando murió el humorista José Antonio Rivero, pero no por eso dejo Simón de seguir con aquella costumbre de ir bajando las escaleras dedicándome alguna de sus ocurrencias, las cuales supongo debía preparar con sumo cuidado cada noche antes de irse a dormir para el siguiente disparármelas a boca é jarro, como si de sumar un triunfo se tratara en aquella ya larga carrera.

A decir verdad fueron muchos años de frases hechas, y si alguna vez Simón se indisponía y faltaba a su costumbre ya era tanto lo que le extrañaba, que le tocaba a la puerta a Antonia su mujer para verlo y entre col y col preguntarle si no tenía uno para ese día. Y era tan buen humor el que tenía el desgraciado que aún en su dolencia era capaz de prepararme uno y soltármelo para sorpresa mía.

Ya para esa época estaba yo un poco más crecidito y por tanto un poco más atrevido, por lo que en las mañanas, camino a la escuela, pasaba por el lado del viejo Simón, pijama más arriba de la cintura, camiseta blanca y chancletas de palo con goma de bicicleta en sus blancos y delgados pies, su cara enjabonada hasta los ojos y la vieja navaja comenzando su labor de rasurar el rostro de aquel hombre viejo pero de piel lozana, y le decía sin malicia alguna, solo por atacarlo de alguna forma, “ a ver si esta va a ser tu ultima afeitada viejo verde” el se reía alejando el filo de la navaja de su cara y me respondía invariablemente, “ vaya a que lo zurzan”.

La sordera de Simón también se acentuaba con el tiempo por lo que tuvo que cambiar de aparato que lo ayudara a escuchar y con el un cargador de pilas más grande y con capacidad para cargar dos a la vez, siguiendo su vieja costumbre, lo colocó en el lugar del anterior, al lado de la jaula de Clavelito su sinsonte, aquel pobre pajarito que ya por esas fechas ni cantaba, pero que estoicamente defendía su privilegiado lugar sobre el vertedero.

Simón religiosamente colocaba las pilas a cargar por la noche antes de irse a dormir, eran unas pilas de cuarzo que casi por casualidad descubrí eran iguales a las que usaba un reloj digital que mi padre me había regalado, lo descubrí porque un día apenas se encendía la pantalla lumínica roja donde aparecían los números que indicaban la hora y en mi afán por descubrir el por qué de las cosas cotidianas, lo abrí y saqué la pila que al parecer ya estaba en las ultimas, con el propósito de que volviera a la vida me dispuse a fabricarle un rustico cargador, para ello utilice un transformador de 9 volt de los que usaban los radios Caribes, muy de moda por aquellos años, colocando dos finos alambres de cobre en sus patas y enredando cada uno a la parte que sostiene la ropa un palito de tendedera, la pila a cargar la colocaba justo en ese lugar donde por arriba le quedaba un cablecito y por debajo otro, o sea que de esa forma lograba que le llegara la carga a mi agonizante pila, y se hizo el milagro, la pila se calentó a reventar, hasta se inflamó un poco, pero recibió carga, la necesaria como para encender la pantalla lumínica y hacerme sentir su salvador.

 A la segunda vez de aquella operación, fue cuando descubrí que la pila de un sordo y la pila de un reloj japonés eran iguales y allá me fui a colocar en el cargador de Simón, mi dañada pero aguerrida pila de cuarzo. Por supuesto, mientras, me tomé una de las que ya estaban cargadas y al colocarlas se hizo la luz, la pequeña pantalla de mi reloj Casio se iluminó radiantemente. Te aseguro que nunca más utilicé la pila mía, como la conocía, primero las miraba y las seleccionaba descartando aquella que se había abofado un poco en su primera y rudimentaria recarga eléctrica.

Poco más de un año estuvimos en aquel romance, Simón dándome la lata con sus frasecitas hechas, yo anunciándole su ultima afeitada, el mandándome a que me zurcieran y yo metiendo el cambiazo con sus pilas, un romance que se extendía en el tiempo, algo que a fuerza de costumbre se había convertido en ley, ya no podíamos faltarnos el uno al otro, pero como todo lo bueno se acaba, un día me llamaron a cumplir el servicio militar y poco tiempo después a mi madre le dieron casa en el reparto Alamar, y nunca más volví a vivir en aquel entrañable solar que tan buenos momentos en mi niñez y parte de mi adolescencia me había brindado. Pero no por eso dejé de visitarlo y aunque ya había cambiado de reloj todavía cuando subía las escaleras lo primero que hacía era mirar hacia el vertedero, buscando el cargador y al sinsonte.

Un día de esas visitas esporádica que hacía, no encontré más a Clavelito el sinsonte, su jaula estaba vacía, en el lugar del cargador solo quedaba una marca despintada y sucia, el pedazo de espejo no estaba colocado a la misma altura de siempre y aquello me causó mala impresión, en un mes desde mi anterior visita todo había cambiado y en un momento pensé en la ultima afeitada del viejo Simón, de quien sabía muy enfermo ya, pero al ponerme al día de los acontecimientos con los vecinos que quedaban viviendo aún en el solar, pude saber que Luisa, la hija de Simón y Toña, se los había llevado a vivir con ellos, ya que estaban los dos muy ancianos y él un poco achacoso con sus problemas en la próstata. Aquello me reconfortó y me propuse visitarlos en cuanto pudiera.

El día que fui a casa de Luisa, subí las escaleras ensayando las palabras que le iba a decir al viejo Simón cuando estuviera frente a el, y la cara que pondría para no reflejar pesar por su estado, y hasta ensayaba los gestos de mis manos, para no delatar mi estado de animo, pero aquello no sirvió para nada, en cuanto escuchó mi voz, salió de la habitación con su indumentaria invariable, pijama de rayas hasta la barriga, camiseta de tirantes y chancletas de palo y con su rostro bien afeitado y reflejando alegría mientras los dos comenzábamos a recitar al unísono: “tu eres Rufino del Pino y Salsagoitía, el hijo de Pichilingo y Puchucha pero las chachas te dicen; ahí nos quedamos callados, nos abrazábamos, a mi se me inundaban los ojos de lagrimas mientras escuchaba su voz entrecortada diciéndome al oído, “ya te extrañaba cabrón”, aquello me envalentonó y separándolo para mirar su rostro le dije:

“A ti las chachas te dicen que estás como rail de tren, largo, frío y tiráo por el piso”

Se echó a reír con ganas y me volvió a abrazar, de pronto siento que toma mi brazo izquierdo y retirándose un poco me pregunta: ¿cambiaste de reloj?, con modestia le respondí que si, que el otro me estaba dando problemas y que no me funcionaba bien, a lo que me respondió, “claro como no te iba a dar problemas si cuando te fuiste del edificio se te quedó el cargador”, lo miré sorprendido y volvió a la carga, “ no te hagas el comemierda que tu sabes bien a lo que me refiero”. En ese momento sentí vergüenza y creo que hasta me ruboricé porque el advirtió o se lo inventó, que me estaba poniendo colorado, “ pero tu creías que yo no sabía que me cambiabas las pilas todas las noches, lo supe porque al principio la que tu me pusiste a cargar me duraba muy poco y la vi un poco deformada, pero ni idea tenía de por qué, hasta que un día estando en el segundo piso en casa de Manolo, cuando ya iba a bajar a mi casa te vi cambiándolas, nunca te dije nada porque sabía la ilusión que te hacia tener tu reloj funcionando bien y para mi era una forma de ayudarte, aparte que no me afectaba en nada, porque yo solo he usado siempre una sola pila para todo el día, muchas veces desconectaba el aparatito pá no escuchar las descargas de Toña a si que me sobraba con la carga que cogían”.

Nos reímos a carcajadas, cómplices de nuestro secreto romance, y así lo conservo en mi memoria, ya el viejo Simón no está, pero en mí quedó grabado para siempre su recuerdo y su ejemplo de hombre bueno, trabajador, honrado, respetuoso, fiestero, jodedor, jugador, mujeriego, bebedor... mejor no seguir enumerando sus virtudes para tener un buen final. En todo este tiempo he deseado dondequiera que esté mi buen Simón se haya podido reencontrar con Clavelito su sinsonte, renovar su navaja de afeitar y las pilas para la sordera, para que me escuche cuando le recite “Yo soy Rufino del Pino y Salsagoitia, el hijo de Pichilingo y Puchucha pero las chachas me dicen: “Tabaquito Cohíba Robusto”, de buen color, buen aroma y bien torcido, que cuando me encienden quemo parejo y hecho mucho humo, pero que me aprovechen bien que me consumo rápido”

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