Siempre que estoy frente al mar, como reflejo incondicionado me transporto a mis años de juventud, allá por los setenta, cuando viajaba a Santa María, playa al este de la Habana, eran los tiempos en que nos juntábamos un grupo de cerca de quince muchachos del barrio y nos íbamos rumbo a la loma del Atlántico, lugar donde nos reuníamos con cientos de semejantes, buscando buena música, sol, aguas cristalinas y una linda chica que nos soportara la muela.
Para lograr tan buen propósito íbamos caminando por toda la calle Monte entre sus altos portales, pasando frente a las abundantes, iluminadas y engalanadas vidrieras de las tiendas y negocios, no sin antes detenernos en la panadería pasando la calle Águila para comprar los sabrosos panes de glorias, coffecake y varias libras de pan que nos servían de provisiones para el largo día que pasábamos junto al mar. Para aliviar el camino contábamos chistes, cantábamos algún tema de moda, hablamos de la ultima película vista o sencillamente no dejábamos de joder en todo el trayecto, metiéndonos con todo el que pasara a nuestro lado. De la calle Indio y Monte, punto de partida del grupo, hasta el lugar donde tomábamos el autobús, teníamos que caminar exactamente quince largas cuadras. Haciendo gala de buena memoria recuerdo cada calle, cosas o lugares que las caracterizaban.
Subiendo Monte por la acera de la izquierda yendo en dirección al parque de la Fraternidad, justo en la esquina de Ángeles había uno de los pocos semáforos de la calzada, por allí bajaba la ruta veintitrés, esquina muy requerida por su farmacia de guardia, por la misma acera pasando Ángeles recuerdo la casa de música donde mi hermana compraba las partituras para sus clases de piano, un poco más adelante la guarapera, en frente, antes de llegar al callejón del Suspiro como conocíamos la calle Rubalcaba, la parada de la ruta 61, en la esquina de Monte y Águila, la peletería El Gallo, donde mi vieja me comprara las botas que después le adaptaban los soportes para mis pies planos, cruzando Águila, frente a la panadería una ferretería en la esquina de Revillagigedo, en la larga cuadra que comprendía hasta Suárez pasábamos por “Mi Salón” la peluquería a donde me llevaba mi abuela para que me cortaban el pelo a la malanguita, cuando ya había crecido un poco y mis pies no cabían en los sillones del salón para niños que habían construido en Monte y Figuras conocido por “El mundo de las maravillas”.
En la esquina de Monte y Suárez, nos deteníamos en el “Ten Cent” para tomar café y fumar un cigarro compartido entre muchos que se apuntaban al club de los futuros fumadores empedernidos. Justo a partir de la calle Suárez, Monte se hace más ancha de acera a la sombra de frondosos árboles, ubicada en Monte entre Suárez y Factoría estaba la “Galárraga” escuela secundaria donde acudíamos a estudiar muchos de los que íbamos en el grupo, el resto estudiaba en “La William Soler” otra afamada secundaria de mi barrio, solo que a la “Galárraga” íbamos los que vivíamos, como yo, en la calle Monte y el barrio de Jesús María, y a la “William” los que vivían en Los Sitios.
El Parque de la fraternidad, antesala del Capitolio, extendiéndose majestuoso iba quedando atrás por la acera de enfrente, lugar donde en 1929 al celebrarse el Congreso Panamericano, fue plantada una Ceiba con tierra de todos los países del continente, exhibiendo bustos de las personalidades más importantes de nuestra historia regional, motivo de orgullo de los Habaneros y refugio de las parejas que buscaban la intimidad, también tomado como parada de cabecera de la ruta trece, siempre atestada de pacientes pasajeros, vendedores de granizados y cucuruchos de maní.
En nuestro recorrido pasábamos por el hotel “Isla de Cuba” lugar que siempre miraba con respeto y deseos de pasar una noche con alguna noviecita, sueño que cumplí pasados algunos años después. Por la calle Monte antes de doblar por Cárdenas parábamos en la juguera para tomar algún refresco de frutas naturales, de ahí bajábamos en dirección a la Terminal de Trenes entre altos portales algo menos iluminados por la que fuera una antigua calle de fabricantes de diversos géneros y productos, conservando aún partes de su pavimento del viejo adoquín con el que se hacían las calles de La Habana y en algunos tramos dejaba ver las no menos antiguas líneas del tranvía que circuló muchos años por la vieja ciudad. En la calle Misión ya distinguiendo el blanco muro de la Terminal, torcíamos a la izquierda pasando las calle Economía y Zulueta.
Y allí teníamos ante nosotros la interminable cola de la 162, conocida muchos años como la Estrella de Guanabo, playa ubicada al este de La Habana y es que el numero que identificaba la ruta se encontraba dibujado dentro de una estrella de color amarillo. En un tiempo existió la variante en recorrido largo con un digito menos, la 62, que hacia el viaje entrando por La Virgen del Camino, también iba a Campo Florido pero no pasaba por las playas de Santa María sino que lo hacía por toda la Vía Blanca, o sea que a nosotros solo nos servía para llegar al Hotel Atlántico, en Santa María, la 162, la estrella de la playa, inalcanzable como su nombre, difícil de lograr, tomarla era tocar el cielo con las manos, muchas veces por utopía pedíamos el último en la cola de los sentados comenzaba por Misión bajaba por Zulueta dando la vuelta por la calle Esperanza y la cola de los de pie que al final era la que más rápido caminaba comenzaba en la esquina de Misión y Egido y muchas veces se encontraba por Esperanza con la cola de los sentados. Increíble pero cierto, hasta tres horas podíamos tardar en tomar la dichosa estrella, suerte que pronto las cambiaron por nuevos Leylands un poco más grandes y con mejor servicio, pasando aquellas viejas General Motors al mejor recuerdo, que aparte de ser pequeñas y estrechas cuando se ponían en marcha y cogían impulso, con el peso que llevaban se bamboleaban como bote en el agua, siempre amenazantes de volcarse en cualquier momento de aquellos largos recorridos, en su incansable ir y venir entre Campo Florido y La Habana.
Lo que si recuerdo con mucha claridad es que jóvenes al fin, éramos capaces de disfrutar a plenitud todas aquellas penurias, el hecho mismo de caminar desde nuestras casas y hacer la interminable cola para subir al ómnibus, nos subía la adrenalina, algo que en nuestro tiempo ni se conocía, pero que sentíamos por dentro en esa sensación de permanente alegría que nos embargaba. Éramos verdaderamente felices cuando bebíamos refresco en vaso perga, una especie de cartón encerado, convertido en recipiente y que iba pasando de mano en mano para que cada uno le diera un sorbo, al igual que compartíamos un cigarro entre mas de veinte muchachos, que los últimos para no quemarse debían sostener con un ganchillo de pelo cedido por alguna de las chicas del grupo o compartíamos en grandes coros, una canción de Silvio acompañados por una guitarra que apenas se escuchaba pero que sabíamos que su ritmo y cadencia estaban presente de la mano de Armandito, el que algunos años después se hiciera piloto de aviación.
Éramos felices y solidarios, vivíamos a plenitud la dicha de ser y ocupar nuestro espacio, no nos costaba ningún trabajo comunicarnos y menos compartir con otros grupos, aún cuando fuera la primera vez que nos viéramos en aquella parada de La estrella de la playa, punto de partida de nuestras ilusiones y sueños comunes. Allí, en aquella parada del autobús que nos conducía a la playa de nuestros años mozos, nos enamorábamos, discutíamos, gritábamos, reíamos, planeábamos, componíamos y cantábamos nuestras obras maestras, hacíamos muchas cosas pero por sobre todo aprendíamos a ser mejores personas cada día, sin dejar, claro está, de pasar por malos momentos o situaciones difíciles.
Con la estrella de la playa evoco situaciones muy graciosas que nunca he podido olvidar. En nuestro grupo teníamos un amigo que le llamábamos Yuli, y solo tres, incluido el, sabíamos que tenía serias dificultades para oír, en fin que era sordo de cañón y un día de esos en que hacíamos la cola para tomar el ómnibus, Yuli se puso a enamorar a una muchacha, Miguelito que integraba el trío conocedor de su desgracia, colocado detrás de Yuli, viendo el rostro de la muchacha por encima del hombro de aquel, comenzó a llamarlo por su nombre y esté, que no escuchaba un avión tirándose en una pista de aterrizaje seguía hablando con la chica. Así estuvo Migue casi diez minutos, llamándolo sin resultado, la muchacha que en un momento había observado y escuchado que lo llamaban le interrumpió en su alegato amoroso para preguntarle si no escuchaba que lo estaban requiriendo, este, que se dio cuenta rápidamente de la broma que le corría Miguelito, le respondió con mucha tranquilidad, “ ni caso les hago, es que siempre están jodiendo y no me dejan ni respirar” y así salió del mal momento en el que la chica estuvo casi a punto de descubrir la sordera y por tanto el abandono de su empeño.
Nada, cosas de mis años de adolescente, años que se suben a las olas de esta parte del Mediterráneo donde estoy, para navegar nuevamente en el recuerdo sobre el mar de mis Antillas y llevarme a vivirlos otra vez y en cualquier estrella en el cielo descubrir una de color amarillo que en su centro luce el número 162 de mis añoradas playas del Este.
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