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miércoles, 30 de marzo de 2011

Un son de altura.

El Patio de la Catedral llegó a convertirse en un referente obligado para el turismo que visitaba Cuba. Por ese nombre se identifica la posición que ocupa desde hace ya muchos años el Restaurante “El Patio” , enclavado en la plazoleta donde se ubica La Catedral de la Habana, en pleno corazón del casco histórico de la Habana Vieja.Por ese tiempo trabajaba yo con Iraché, un Septeto de música tradicional cubana, compartiendo con tres agrupaciones más la responsabilidad de amenizar las largas jornadas de aquel recinto turístico.
Un día nos avisa la gerente para tocar en un almuerzo que organizaban los ejecutivos de Havana Club, con todos sus trabajadores y alguno de sus más importantes clientes, la razón de esta actividad era despedir el año en colectivo y de paso estimular a los mejores comerciales y empleados de esta importante firma mixta, la fiesta se realizaría en la segunda planta del restaurante, y como tal se llevaban a cabo los preparativos.

Yo nunca había visto tanto movimiento en el edificio, iban y venían los camareros llevando manteles, cubiertos, servilletas, copas y todos los utensilios relacionados con la gastronomía de altos vuelos, y a aquella locura nos sumamos nosotros los del grupo musical, trasladando por las escaleras nuestros instrumentos, puede imaginarse usted lo que estorba subir un contrabajo por una escalera donde los camareros como incansables hormigas van y vienen. En una larga fila de estos insectos tan laboriosos colóqueles un obstáculo y verá el despetronque que se arma, pues así sucedía mientras el Indio nuestro contrabajista, elevaba a las alturas su voluminoso instrumento.

Cerca de las cuatro de la tarde, cuando ya habían almorzado todos, comenzamos a tocar, solo algunos rezagados comían el postre y muchos empinaban el codo, se repetían los brindis, los abrazos, los saludos, parecía como si después de aquella tarde no se iban a ver más. Cuando habíamos interpretado los dos primeros temas musicales, se nos acercó uno de los organizadores y nos avisó que iban a realizar la entrega de los reconocimientos y regalos, cosa que nos venía muy bien porque así calmaban un poco los ánimos y cuando tocáramos nuevamente nos prestarían mas atención, algo que sin lugar a duda le gusta a todo músico que respete su trabajo.

Pasada la ceremonia de entrega de premios, quedaron todos en sus mesas sentados, el murmullo se redujo a cero cuando comenzamos a tocar el tema “Corazón partío” de Alejandro Sanz, muy de moda por aquellos días y que modestia a parte, nos quedaba muy bien. Pasadas las primeras estrofas de la canción, justo antes de entrar al estribillo, paramos la música y me dirigí a los presentes invitándolos a bailar, haciendo un recorrido con la mirada a lo largo y ancho del salón pude percatarme por primera vez que habían muchos más hombres que mujeres, pero no desanimé y seguí con mi arenga,tomando como referencia la mesa situada frente a mi, dirigiendo la mirada a un hombrecito con cara de querer y no poder le dije sin más preámbulos:

¡vamos hombre que hoy aquí baila hasta el cojo!

Me quedé paralizado, aquello que sucedió no me lo esperaba ni de broma. El hombrecito con una voz gruesa que retumbaba en el silencio que se fue haciendo en aquel salón, me respondió. “Yo quisiera pero soy el que menos puedo” mientras levantaba dos muletas para mostrármelas. Que puntería, había escogido justo al cojo, para que me cagara la tarde y mientras mi cara iba retomando su color habitual los hijoeputas integrantes de la agrupación musical habían comenzado a tocar un tema muy recurrente.
“El paralítico” y con fuerza coreaban como para salvar la situación, “suelta la muleta y el bastón y ven a bailar el son”...

Aquello resultó efectivo porque la gente comenzó a levantarse para bailar, hasta sacaron al cojo para el centro del salón. Se convirtió aquello en una locura, pues el ron Havana Club corría como un río y aquella gente no paraba de beber, al cabo de una hora ya estaban todos para terapia de grupo. En eso se me acercó la gerente y me pide que haga algo para que fueran dejando el salón vacío porque a las seis de la tarde tenían otra actividad y había que preparar todo. Lo único que se me ocurrió fue ir pasando la voz a los muchachos del grupo para que desconectaran los instrumentos mientras León el percusionista, tocaba los primeros compases de una sabrosa conga, al ritmo de “hasta Santiago a pie” se fue formando una larga fila recorriendo todo el salón y cuando ya vimos que todos estaban enganchados en aquel tren musical, enfilamos las escaleras.

El propósito era bajar hasta la planta principal y de allí salir hacia la calle bailando todos, ya cuando estuviéramos en la plaza, haríamos el cierre musical, le dábamos las gracias y cada uno para su casa. Menudo lío el que armamos, cuando estábamos saliendo me volví y pude ver entre tantos bailadores la figura del cojo que lo traía un francés cargado a hombros y golpeando las muletas a forma de clave era quien animaba a que aquello no se acabara, mientras coreaba “ yo no puedo parar, ni aunque venga la policía, yo no puedo parar”...

Pues si que tuvimos que parar porque la policía no hacia falta que viniera, estaban siempre allí, con aquellos trajes negros, sus boinas del mismo color y sus perros pastores alemanes, totalmente antimusicles tan de moda por aquella época en la Habana Vieja, como Alejandro Sanz y su “Corazón partio”, pero que a la verdad por esa ocasión nos habían salvado la campana.


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